“Durante un segundo de lucidez tuve la certeza de que nos habíamos vueltos locos –dice un personaje de Los detectives salvajes–. Pero a ese segundo de lucidez se antepuso un supersegundo de superlucidez en donde pensé que aquella escena era el resultado lógico de nuestras vidas absurdas”. La criatura literaria de Roberto Bolaño sirve para ilustrar el estupor que infunde en los analistas la bizarra y retorcida actualidad, y también para recordarles que los esperpentos y delirios del presente han sido minuciosamente labrados por nosotros mismos –los argentinos–durante décadas de incompetencia económica, torpeza gestionaria, malversación política, devastación educativa, degradación social y corrupción sistémica. En la Argentina del hartazgo se produjo entonces lo que Guillermo Oliveto llama un quiebre: el soberano movió instintivamente sus fichas, pulverizó a unos y a otros, y le entregó la tarea de sacarnos de tanta infamia y postración a un fanático de nuevo cuño y malos modos, un outsider sin experiencia real y un cultor de la antipolítica, que se ve obligado a hacer política para llevar a cabo sus reformas. Parece, en efecto, que nos volvimos locos, pero la escena actual es el resultado de nuestra infinita saga de errores y absurdos.
Después de setenta días de gobernanza accidentada y frenesí, se hizo claro que fuera del cómic y las redes sociales, la praxis política del general Ancap era fallida: naufragaron su ley ómnibus y su megadecreto, la chance de crear una alianza parlamentaria y la intención de formar un frente de derecha, y además consiguió enseguida que no sólo le retiraran su respaldo los diez gobernadores de Juntos por el Cambio, sino absolutamente todos los demás, y que en su filosofía de aparecer como “el más guapo de la cuadra” le surgiera un inesperado guapo en el sur con la amenaza de cerrar las válvulas y aglutinar a todos los mandatarios patagónicos en una rebelión inédita. La “viabilidad política” que le rogaban los inversores y también los amigos, y le exigían hasta los directivos del Fondo Monetario Internacional –la moderada Gita Gopinath parece correr por izquierda a Javier Milei– fueron felizmente escuchados, y entonces en lugar de practicar el Juego del Gallina y acelerar a fondo y de frente, el general anarcocapitalista pegó un volantazo de viernes por la noche, abrió una puerta en el callejón sin salida y reconfiguró su gobierno antes de que fuera demasiado tarde. Como decía mi madre, todos son valientes hasta que la cucaracha vuela.
Dos populismos –uno de izquierda y otro de derecha– se enfrentan a muerte
El libertario debía resetear sin resignar principios –es decir, sin lastimar su “narrativa” virulenta y polarizadora–, y por lo tanto debía tender una mano a la “casta” y a la vez escupirle la cara y darle un ultimátum. Porque ha alimentado durante tres años un gigantesco criadero de fieras sedientas y tremebundas para quienes negociar necesariamente es transar, y dialogar en el marco institucional de la representación política, implica ceder por cobardía y traicionar sus dogmas rígidos y sacrosantos. En ese estanque se puede –cómo no– hacer una revolución sin necesidad de tantas contemplaciones, sin reparar en prudencias ni jurisprudencias, y sin tener que ensuciarse en ese infecto “nido de ratas” que implica la engorrosa dinámica de la independencia de poderes. A este nuevo sujeto histórico, propenso al insulto y la soberbia, le encanta la temeridad, el renovado centralismo unitario de premios y castigos, la flamante y recargada política de amigo-enemigo, el ataque personalizado a los periodistas e incluso a disidentes de a pie, la gerontofobia, el bullying y las simplificaciones de salón. El kirchnerismo era una máquina de camelos que debían ser continuamente refutados; el mileísmo es una fábrica de verdades y mentiras pegoteadas y confundidas, y la faena por lo tanto resulta mucho más compleja que antes: todo el tiempo hay que andar separando la paja del trigo y tratar, por una cuestión de honestidad intelectual, de no caer en el doble rasero. Hay ciertos republicanos para quienes estas críticas parecen de pronto cuestiones menores de gente quisquillosa. Cuando Cristina Kirchner y los camporistas incurrían en similares barbarismos pegaban gritos de indignación; hoy fingen amnesia moral, y tácita y especularmente confirman así que el fin justifica los medios. Bueno, admitamos que el fin sería desmantelar un Estado mafioso y una metodología de atraso y saqueo, algo que el Presidente describió de manera brillante en la primera parte de su discurso y que es un sueño dorado para quienes nos opusimos al modelo empobrecedor, venal y corporativo del kirchnerato. Las cosas como son: ese diagnóstico fue veraz, y todos los días la realidad más sucia trabaja para ratificarlo, puesto que salen a la luz kioscos y latrocinios de la administración pública. Sus responsables, debidamente juzgados, podrían ser acusados de traidores a la patria. Sería, para los “dueños y salvadores de la patria”, de estricta justicia poética. Milei se sirve muy bien de esta confirmación escandalosa, porque la cocina a fuego rápido y fabrica con ella cantidades industriales de anestesia existencial: el León ajusta pero denuncia. Y no le va mal por ahora en las encuestas: los focus groups de Oliveto demuestran precisamente que una mayoría sigue apretando los dientes y confiando –dicen haber recuperado un sentido de futuro–, y que hay por primera vez en la historia moderna una “recesión con ilusión”: sufrimos, pero valdrá la pena. Por otra parte, es indudable que aunque Milei mintió acerca de los recortes –iban a padecer los parásitos estatales y los barones de la burocracia, pero hasta ahora lo hacen principalmente los jubilados y los asalariados de poca suerte–, está cumpliendo más o menos lo que prometía en campaña y no se ha movido de su famoso sesgo derechista. Con esa autoridad moral –les dijimos la verdad y nos votaron– disciplina a quienes también buscaban un cambio, a pesar de que muchos de ellos no convalidan la medicina elegida, dudan en silencio de la efectividad de la terapia y les espantan los exabruptos y las salvajadas del cirujano y sus inefables enfermeros. El trumpismo es así.
Otro de los fenómenos que detecta Oliveto en las profundidades del lecho social es una grieta ampliada, una zanja subterránea donde solo perviven dos cardúmenes carnívoros enfrentados a suerte y verdad, y un “no lugar” para las especies mesuradas e intermedias. Una hipótesis que podríamos trazar acerca de esta novedad es que la nueva polarización extrema es resultado de que ahora existen en el terreno de los hechos dos aparatos agonales y no simplemente uno, como venía ocurriendo. El kirchnerismo, que seguía la doctrina Laclau, gobernó propiciando divisiones y generando enemigos múltiples, y el republicanismo popular lo atacó con furia pero siempre en defensa propia. El mileísmo ahora reescribe la “guerra civil de los espíritus” (Altamirano dixit) y lanza a su vez una agresiva catarata de trucos para identificar y fulminar antagonistas. Y lo hace sin complejos: los buenos absolutos y los malos de historieta. Dos populismos –uno de izquierda y otro de derecha– se enfrentan a muerte, en la superficie y en el fondo de mar, y es por eso que, como diría Cormac McCarthy, no hay lugar para los débiles. El libertario se hace cargo de esa conflagración odiando con toda su alma el centro –socialdemócrata, desarrollista, radical, liberal o librepensador–, y denunciando todo el tiempo y con particular ensañamiento a los “quintacolumnas”; es decir, a quienes no siendo ni por lejos estatistas ni partidarios conscientes o inconscientes del “movimiento nacional y popular”, cuestionan de manera sensata e independiente algunas de sus acciones y desmesuras. Se trata, como él mismo se autocalificó en su discurso del 1° de marzo, de un nuevo “animal político”: cuando encontremos un obstáculo, no daremos marcha atrás, vamos a seguir acelerando, amenazó literalmente. Es una frase inquietante para la seguridad vial y es también evidente que Milei no siente en el cuerpo la vocación por un Pacto de Mayo –algunos podrían incluso sospechar que se trata de una farsa o al menos de una maniobra distractiva para pasar el otoño–, pero por lo pronto la ha puesto en marcha. Y esa es una buena noticia. Un signo de lucidez política. Y la lucidez siempre derrota al fanatismo. Jung creía ver, a propósito, que el fanatismo era siempre una sobrecompensación de la duda.