sábado, 25 octubre, 2025
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Juan Gabriel Vásquez. La dinámica de las redes sociales conduce a sociedades rotas, atomizadas

SEGOVIA.— Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) asegura en su ensayo La traducción del mundo (Alfaguara) que vivimos en una época de “pequeños fundamentalismos”. El autor es, además de un narrador único que ha escrito novelas que denuncian los peligros del fanatismo político, de derecha y de izquierda —La forma de las ruinas y Volver la vista atrás—, un agudo analista del espacio, poder y alcance que tiene la literatura en nuestras vidas, así como de nuestro modo de leer el presente y de vincularnos con los demás.

“Lo que yo veo que es un problema contemporáneo, es decir, un síntoma de una reducción de nuestra imaginación. Esto se advierte en la toma de decisiones políticas. Por ejemplo, y en la convivencia democrática. Creo que por mecanismos misteriosos nuestro talento, nuestro interés en imaginar los mundos de los otros ha disminuido”, afirma. La Nación conversó con el escritor (ganador de, entre otros premios, el Premio Alfaguara, por El ruido de las cosas al caer; el Premio Bienal Vargas Llosa, por Volver la vista atrás, y el Cálamo y el Roger Callois) en el Hay Festival Segovia.


Para que la gente consuma más redes sociales se incentiva en ellas el enfrentamiento, la indignación y la polarización


La última novela de Vásquez se llama Los nombres de Feliza (Alfaguara) y tiene como hilo conductor una pregunta que oficia como catalizador: ¿puede alguien morir de tristeza? El escritor se sumerge en la vida de la escultora colombiana Feliza Bursztyn, amiga de Gabriel García Márquez, quien murió a los 48 años poco después de comenzar su exilio en París. ​Vásquez narra la vida de esta artista, cuya obra se expone en distintos espacios y museos del planeta, y vuelve a explorar el modo en el que la vida real, con sus cruces entre lo privado y lo público, puede llegar a convertirse en una obra de arte.

¿En su libro Los nombres de Feliza usted dice que el primer marido de la creadora no creía que ella fuese un artista. ¿Quién es hoy un artista? ¿Ha cambiado el concepto de artista?

—Hay una página en Retrato del artista adolescente, de James Joyce, en el que se habla del arte como la transformación de la materia con un fin estético. Y yo sigo, ridículamente, apegado a esa idea. Suelo desconfiar del arte que no ejerce una transformación de la materia en algún sentido. Suelo desconfiar, entonces, del arte puramente conceptual. Admito excepciones que me parezcan conmovedoras o especialmente estimulantes, pero, en general, eso es lo que le pido al artista. Y, curiosamente, creo que esa idea que Joyce saca de la filosofía escolástica y se aplica a las artes plásticas cada vez ha ido invadiendo más la literatura, también. La literatura me interesa como transformación de la materia que ya existe.

¿Cómo se explicaría esta transformación de la materia en sus novelas?

En Los nombres de Feliza y en Volver la vista atrás [que recorre la vida del director de cine Sergio Cabrera], lo que he tratado de proponerle al lector es que extendamos el significado de la idea de ficción, que pase del concepto de la invención de hechos y circunstancias al concepto de manipulación de un material que ya existe: los hechos biográficos de la vida de una persona, que son esculpidos, que son modelados de una forma determinada para extraer de ahí un significado que previamente no tenían. Y esto lo hago con la autorización de la etimología, que nos da permiso para tantas cosas, porque la palabra fingere, latina, el verbo latino fingir, etimológicamente, significa modelar, dar forma a algo.

La novela tiene muchas capas porque Feliza además literalmente transforma materiales en arte. Y, en otro sentido, ella estaba tratando de transformar su vida, de adaptarse a su exilio, de conseguir la beca en París, lejos de sus hijas. ¿Siente que incluso a su pareja le ocultaba sus padecimientos?

—Hasta el final de mi investigación para la novela, de mis conversaciones con el hombre que era su marido al final de su vida, Pablo Leiva, tuve plena conciencia de que era imposible llegar a conocerla del todo, de que Feliza en vida fue un personaje inasible, escurridizo, contradictorio. La contradicción principal, que a mí me parecía tremendamente llamativa, era que fuera una mujer famosa por su extroversión, por su carcajada, y que el diagnóstico de García Márquez fue que murió de tristeza. Entonces, ¿cómo pones esas dos cosas juntas? Pues ahí hay una razón para escribir novelas. Creo que nunca dejó ver a todo el mundo todas sus caras. Era poliédrica, era ambigua, estaba muy consciente de las máscaras que tenía que tener una mujer por serlo en su mundo.

¿Cuál fue la última novela de ficción que haya leído o película que le haya encantado?

Los amigos de mi vida, de Hisham Matar, una gran novela que habla sobre mil cosas que a mí me interesan, como los accidentes de la historia y de la política, el amor, la amistad, el lugar que ocupa la literatura en nuestras vidas. Los protagonistas y el narrador son amigos libios que viven como estudiantes en el exilio.


La narrativa de ficción puede generar un interés en la vida ajena, rompe las barreras que ponemos entre nosotros


La he leído y pensé que era en gran parte autobiográfica. Le preguntaba por la ficción porque desarrolla en La traducción del mundo una tesis que sostiene que ésta atraviesa una crisis que va debilitando nuestra mirada del otro, incluso hasta nuestros vínculos con la democracia. ¿Cómo se produce esa pérdida gradual?

—Lo que yo veo como problema contemporáneo es un síntoma de una reducción de nuestra imaginación. Esto se advierte en la toma de decisiones políticas, por ejemplo, y en la convivencia democrática. Creo que por mecanismos misteriosos nuestro talento, nuestro interés en imaginar los mundos de los otros ha disminuido. La vida en redes sociales nos ha encerrado en burbujas de información que difícilmente se comunican con la burbuja de información ajena, y eso ha conducido a sociedades polarizadas en las que los ciudadanos difícilmente colaboran. La dinámica de las redes sociales, según explica Jaron Lanier, es equiparable a dos personas que consultan el mismo artículo de Wikipedia y ésta les diera una respuesta distinta según su identidad, según su sexo, religión, raza, ubicación geográfica, historial de consumo, etc. Eso conduce no solo a sociedades rotas, atomizadas, sino a una enorme dificultad para entender el lugar del otro, para imaginar el lugar del otro, entender de dónde viene, entender por qué piensa lo que piensa, y claro, esto es dramático desde el punto de vista de la democracia, que es un sistema de funcionamiento social basado enteramente en la negociación.

¿Cómo se puede recomponer esto? ¿Cómo puedo fortalecer mi juicio?

—No soy tan ingenuo para pensar que leer más ficción podría reparar esto, pero sí un interés sostenido por una vida ajena, que es lo que la ficción pide que hagas, rompe con las barreras que ponemos entre nosotros. Fíjate que el ejercicio que proponía el filósofo John Rawls: para imaginar una sociedad mejor proponía un experimento mental que fue muy famoso en los años setenta y se llamaba “el velo de la ignorancia”. Nos pedía que imagináramos que estamos a punto de entrar en la sociedad, a punto de nacer, como detrás de un velo, y desde ahí, desde detrás del velo teníamos que escoger las instituciones y las leyes que iban a regir la vida en esas sociedades. ¿Qué instituciones apoyamos desde este lado del velo? Pues las que tengan más posibilidad de darnos una buena vida, una vida digna, nazcamos en las condiciones en las que nazcamos. Eso es un ejercicio de imaginación.

Escribió en una columna en el diario El País sobre la idea del termostato social: de repente alguien lo sube y nos enfurecemos ante determinado hecho o medida política, o contra un político. ¿Quién lo regula o maneja?

—Las plataformas. Lo suben los Zuckerberg y los Musk y los Sam Altman de este mundo, porque ahí está la rentabilidad. Esto es lo que explicaba yo en esa columna y le he dado el crédito a Giuliano da Empoli, que acaba de publica La hora de los depredadores. Allí cuenta lo que le explicaba a él Alexander Nix, el líder de Cambridge Analytica. Antes, las antiguas empresas de comunicación o de publicidad, para vender más Coca-Cola, ponían más anuncios, o a una modelo en bikini tomando tomar Coca-Cola. Eso, decía, multiplicaban los puntos de venta. Ahora no funciona de este modo: hay que subir la temperatura a la sala. Y con eso se refería al inmenso espacio que son las redes sociales. Para que la gente consuma más redes sociales, para que la gente consuma más en general, para que su atención se quede más en las redes sociales, hay que subirle la temperatura a la habitación. Es decir, provocar los enfrentamientos, indignar, enfrentar, polarizar, escoger los temas candentes y echarle más fuego al fuego. Las redes sociales funcionan con un mecanismo de manipulación que apunta a secuestrar nuestra atención, porque eso se monetiza.

Vive en Europa. ¿Percibe quizá un ascenso del antisemitismo disfrazado de críticas hacia el gobierno de Netanyahu contra su ofensiva?

—Vengo notando un auge del antisemitismo desde hace varios años, digamos una década, más o menos. En la conversación internacional, detrás de muchas críticas al gobierno criminal de Netanyahu, liderado por un criminal que ha cometido un genocidio, sí percibo que allí hay una fachada para los antisemitas. Y eso es parte de la tragedia a la que Netanyahu está sometiendo a Israel, no solamente destruyendo un pueblo y habiendo utilizado el hambre como arma de guerra. También está destruyendo el estatus de Israel en el mundo.

En su libro Los desacuerdos de paz: artículos y conversaciones ha reflexionado sobre el proceso de la búsqueda de paz Colombia, sin perder la crítica a gobiernos de distintos cortes ideológicos. La violencia, que parecía haber sido contenida, ha regresado, y se asesina a políticos a candidatos. ¿Cómo analiza este escenario?

—El gobierno de Gustavo Petro, que tenía la oportunidad de recuperar la implementación correcta de los acuerdos de paz, los desatendió por completo y perdió control no solo sobre el territorio de Colombia. Casi que abdicó del control de la presencia del Estado en el territorio colombiano y se embarcó en una negociación mal pensada que llamó “la paz total”. Esto dio espacio a las bandas criminales y a las llamadas disidencias de las guerrillas para que se fortalecieran. Esto es lo que llevó a una situación de orden público hoy insostenible. Ahora bien, eso tiene sus orígenes en la desidia, la negligencia del gobierno de Iván Duque, que deliberadamente saboteó los acuerdos de paz de manera muy hipócrita. Mientras se dejaba dar palmaditas en la espalda por la ONU, les ponía palos entre las ruedas a las leyes que iban a implementar los acuerdos.

¿La situación en Colombia puede recrudecer de modo que se llegue a los niveles de violencia de los años ochenta y noventa?

—Lo tememos. Fue bajo el gobierno de Duque que un grupo de guerrilleros de las FARC, que ya habían dejado las armas, decidieron retomarlas. Esto es su responsabilidad y los crímenes que se han cometido desde entonces son su responsabilidad y su culpa, pero yo creo que eso no habría ocurrido si el gobierno de Duque hubiera aplicado responsablemente unos acuerdos que hoy siguen siendo la razón por la que 13.000 guerrilleros se desmovilizaron.

Mario Vargas Llosa le tenía una gran estima. ¿Piensa que en sus últimos años él intentaba crear una comunidad de autores, de un lado y otro del Atlántico, comprometidos con valores democráticos, como Javier Cercas o Héctor Abad Faciolince?

—No, no lo creo. Él se movía de una manera mucho menos racional y más apasionada. Él construía vínculos literarios, primero, por razones de su inagotable curiosidad como lector y con los que compartían su idea de la posición del lugar de la literatura del mundo y de la posición del novelista en el mundo. No creo que nunca se sintiera cabeza de un grupo que estaba formando ni nada por el estilo. Era más espontáneo, mucho más impulsado por la pasión genuina que sintió por su oficio hasta el último día.

NARRADOR Y PERIODISTA

PERFIL. Juan Gabriel Vásquez

Juan Gabriel Vásquez nació en 1973 en Bogotá. Se recibió de abogado, pero pronto decantó por la literatura. Entre sus primeras influencias están los autores del boom latinoamericano y los novelistas anglosajones.

Publicó dos libros de cuentos y siete novelas, entre las que se cuentan Historia secreta de Costaguana (inspirada en Joseph Conrad), El ruido de las cosas al caer (que recibió el premio Alfaguara en 2011), La forma de las ruinas (2015, donde ocupa un papel el Bogotazo) y Volver la vista atrás (2020), que obtuvo el Premio Bienal Mario Vargas Llosa en 2021. Su libro más reciente es Los nombres de Feliza, centrado en la vida de la escultora Feliza Bursztyn.

Como ensayista publicó El arte de la distorsión (2009), La traducción del mundo (2023), sobre el arte de la ficción, y El hombre de ninguna parte (2004), un libro sobre Joseph Conrad. Ha sido columnista del diario El País y es miembro de la Academia Colombiana de la Lengua.

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