domingo, 15 junio, 2025
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Cómo es la asonada que espera Cristina (que no será ahora)

Cristina Fernández de Kirchner no espera un 17 de octubre. Tampoco un 1989. Mucho menos, lo reconoce, un diciembre de 2001. Lo que la expresidenta cree que ocurrirá en la Argentina después de octubre será una revuelta similar a la de Chile de 2019. La conclusión fue compartida hace algunas horas con varios de sus colaboradores directos y funcionales de estos tiempos. Pero, aún más importante, fue conversada con detenimiento con uno de los empresarios más transcendentes del momento actual, surgido, casi, en los años de apogeo del kirchnerismo, y con el que la exmandataria sostiene una relación de confianza mutua. El empresario, de perfil bajo, no coincide con la apreciación de la exjefa de Estado, pero le reconoce puntos de contacto a la realidad de 2019 en el país vecino con las vivencias de la Argentina actual.

Así lo viene reflexionando desde antes de la decisión de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) de la semana que terminó. Y así lo piensa desde que no puede moverse de su piso de Capital Federal. Cristina está convencida de que el país se dirige inevitablemente a una crisis institucional y sistémica, pero de características que aún no se vivieron. Al menos desde el regreso de la democracia, en 1983. Reconoce además que no habrá un 17 de octubre de 1945, cuando el pueblo instrumentó una asonada para forzar el regreso de Juan Domingo Perón a la Secretaría de Trabajo. Cree la expresidenta que la sociedad está en parte adormecida por algunos indicadores positivos de la economía de los tiempos de Javier Milei, lo que ubica la posibilidad de un levantamiento popular lejos de sus prioridades. Lo reconoció en alguno de sus mensajes desde la puerta del PJ antes de la decisión de la Corte, cuando afirmó conceptualmente que cuando estalle el modelo actual, lo que considera inevitable en el tiempo, “nos van a volver a buscar”. Momento en que el justicialismo en general y el kirchnerismo en particular “deberán estar preparados”. Cristina dedicó mucho tiempo de los últimos meses a pensar cómo sería esa crisis redentora de su movimiento político, y sacó la conclusión de que será casi inédita para el país. Las razones son concretas.

Con respecto a los saqueos y la hiperinflación del 89, opus final del gobierno de Raúl Alfonsín, reconoce la expresidenta que la situación de descalabro económico y social está lejos de acercarse a esos tiempos. Y que la forma de manejarse de manera fiscal del gobierno de Javier Milei implica que no habrá dinero suficiente como para forzar una escalada inflacionaria; fase anterior e inevitable de una estancia hiperinflacionaria. Sabe además que Milei no es Alfonsín, y que las variables descontroladas que el radical dejó correr al final de su mandato son apretadas con firmeza por el gobierno libertario. En definitiva, aun para la visión heterodoxa económica donde abreva el kirchnerismo, no existen los pesos en circulación como para repetir la experiencia del trágico final alfonsinista; modelo que aún ostenta el récord histórico de inflación mensual latinoamericana con un 664.801% entre 1983 y 1989.

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A regañadientes, también se reconoce dentro de las huestes de CFK que la crisis “inevitable” del mileísmo en el gobierno no será similar a la del 89. Pese a que en este caso le reconoce algunos puntos de contacto, como la predilección por el dólar, el alto endeudamiento, momentos de deflación y una recesión altanera, saben entre el grupo de conversadores de la economía de la expresidenta que la existencia del bimonetarismo es un salvoconducto para no repetir la experiencia de Fernando de la Rúa. Una pena, afirman en este bando. Lo que más serviría para la reivindicación y reparación histórica de la figura de Néstor y Cristina Fernández de Kirchner es replicar un 2001, con saqueos, movilizaciones en la Plaza de Mayo y, en lo posible, helicóptero incluido, donde nuevamente resurja la figura triunfal del kirchnerismo ante un esquema de caos social y desquicio económico y político. Sin embargo, se sabe, no sería posible replicar la experiencia por dos cuestiones. La primera, macroeconómicamente técnica, no hay margen para una crisis de caída de un régimen cambiario como el de la convertibilidad, ya que el modelo de Milei abandonó la dolarización hace tiempo y convirtió el peso en la moneda fuerte. Lo que, por otro lado, está fiscalizado por el último acuerdo firmado con el Fondo Monetario Internacional (FMI) de facilidades extendidas. Según el contrato rubricado el 11 de abril pasado y puesto en marcha el 14 de ese mes, Argentina marcha a un esquema similar a la flotación cambiaria que se aplica en Perú y Uruguay; y no a la dolarización soñada por el propio Milei y avalada por Luis “Toto” Caputo durante la campaña electoral que llevó al triunfo libertario en octubre de 2023.

Descartado un 17 de octubre, un 1989 y un 2001, y afirmando en la teoría y filosofía kirchnerista que el inevitablemente final fatídico del modelo de Milei está escrito, ¿a qué experiencia podría asimilarse? Cristina elaboró aquí una teoría novedosa para la historia argentina reciente. Al menos para la democracia surgida desde 1983, la que, para su movimiento y a partir de la situación judicial de la principal figura política, está dañada, desvirtuada y, casi, suspendida. Cosas que trae el concepto de proscripción. La situación más análoga que encuentra el kirchnerismo, con la expresidenta como mentora fundamental, son los hechos derivados de las protestas en Chile, fundamentalmente en Santiago, iniciadas el 18 de octubre de 2019 y que se conocieron con el nombre del “estallido social”; el que, entre otras cosas, provocó el nacimiento del actual mandatario, Gabriel Boric. ¿Por qué cree Cristina que ese es el modelo a seguir y a estar preparado para replicar en el país? Porque surgió, en la visión kirchnerista, de un tiempo de estabilidades macroeconómicas, pero profundas desigualdades sociales, la herencia de un modelo de respeto absoluto a lo dictatorial heredado en la economía desde la dictadura de Augusto Pinochet, y que en aquel momento estallaron en el país vecino.

Lo notable del caso es que la semirrevolución aparece en escena ante la decisión del gobierno de Sebastián Piñera en su segundo mandato (había asumido en marzo de ese año), de aumentar tenuemente los boletos del transporte público. Esto provocó, primero, una ola de protestas de estudiantes y algunos sindicatos, lo que al poco tiempo derivó en movilizaciones populares y violentas, que terminaron de mostrar al mundo un estallido social profundo en un país, Chile, que presumía de una estabilidad financiera, macro y fiscal de ejemplo de aceptación ante el mundo.

Aunque el disparador haya sido el alza de 30 pesos en el pasaje del metro, las protestas reflejaron un descontento más profundo con la desigualdad económica, el acceso limitado a salud y educación, y un sistema de pensiones privadas que muchos consideraban injusto. El lema “No son 30 pesos, son 30 años” resumió el sentimiento de la población: el modelo económico implantado en la dictadura de Pinochet y mantenido en democracia había generado una brecha social significativa.

La crisis llevó a una serie de movilizaciones masivas, con la marcha del 25 de octubre reuniendo más de 1,2 millones de personas en Santiago. Inmediatamente después comenzó una etapa de violencia, con saqueos y enfrentamientos directos con los Carabineros, lo que arrojó imágenes inéditas para un país con una aparentemente envidiable paz social.

Lo que sostiene el kirchnerismo, avalado por su máxima líder, es que algo parecido sucederá en la Argentina. En algún momento, probablemente después de las elecciones de octubre, alguna medida provocada por la motosierra de Milei generará una asonada popular que derivará en el final anticipado de su gobierno. Podría ser un nuevo incremento de tarifas de los servicios públicos, un aumento en los costos del transporte, un alza en los precios de la educación, salud o similar; o alguna declaración sobre futuras alzas de algún impuesto.

Se recuerda en las huestes K que un anuncio de este tipo, un “tax”, fue lo que terminó de derrumbar al gobierno de Margaret Thatcher en la Inglaterra conservadora de noviembre de 1990. La hipótesis es que la sociedad está hoy anestesiada. Que no hay clima social para una asonada. Y que, en consecuencia, sería en balde llamar a revoluciones sin apoyo social ni fuego en las hornallas.

Situación que para el kirchnerismo continuará hasta las elecciones legislativas de octubre. Compromiso democrático que el kirchnerismo cree que debe enfrentarse bajo la lógica del aguante, más que del crecimiento. La idea de CFK es que el clima de revuelta aparecerá en algún momento de 2026 o de 2027, cuando la situación social “no dé mas” y “una chispa” genere la asonada.

Todo esto, fruto no de una corrida cambiaria o bancaria, sino de la recesión y la pérdida de poder adquisitivo de los salarios de las clases media, media baja y baja.

No habría que esperar corralitos, planes Bonex, ahorros forzosos o similares. Simplemente hartazgos por el ajuste permanente del gobierno de Milei.

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