La consagración de Diego Milito como nuevo presidente de Racing llamó la atención de buena parte del mundo del fútbol. Pero no de aquellos que llevan mucho tiempo cerca de los temas académicos. Un observador certero, con más de medio siglo en el club, se lo anticipó a quien esto escribe apenas cuarenta y ocho horas después de haber ganado la Copa Sudamericana en Asunción. «Milito no puede perder, es a Racing lo que Riquelme es a Boca, imbatible». Y fue tal cual.
Víctor Blanco hizo una muy buena gestión. Mucho más allá de los tres títulos ganados (Torneo Transición 2014, Superliga 2018/19 y la reciente Sudamericana) y de haber cerrado un excelente mercado de pases en el verano pasado, logró que el club dejara de ser noticia por todo lo malo y pasara a serlo por todo lo bueno. Ordenó su economía maltrecha, pagó infinidad de juicios, hizo obras y convirtió una institución que a punto estuvo de desaparecer en 1999 en una de los tres económicamente más poderosas del fútbol argentino.
Pero ni siquiera eso le resultó suficiente al socio racinguista. Algunos errores políticos, cierto talante personalista y autoritario y el destrato a sectores muy sensibles como los socios vitalicios le fueron facturados a Blanco a un precio muy elevado, tal vez demasiado. En otro momento, la gesta de Asunción hubiera blindado a su lista. Como enfrente estaba uno de los grandes ídolos del estadio, el oficialismo debió morder esta vez el polvo de la derrota.
En todo caso, el triunfo de Diego Milito es el triunfo de la emoción. Los hinchas y sobre todo las nuevas generaciones que se han incorporado a las tribunas en el último cuarto de siglo, eligieron a partir de sus sentimientos. Todo aquello vinculado a la pasión, la identidad y a la pertenencia racinguista resultó ser mucho mas determinante que una gestión razonable, prolija y eficiente. Milito les hizo vivir a los hinchas emociones que no vivieron con los balances superavitarios ni con las obras de Blanco. En tiempos de oscuridad, antes que nada se percibe una gran necesidad de sentir. Y Milito lo leyó mejor que nadie. Es una de las marcas de la época.
Juan Román Riquelme en Boca, Juan Sebastian Verón en Estudiantes, Luis Fabián Artime en Belgrano de Córdoba, Gonzalo Belloso en Rosario Central y ahora Diego Milito en Racing prolongan un fenómeno que en la primera década del tercer milenio iniciaron Daniel Passarella en River y Carlos Babington en Huracán y en ambos casos terminó muy mal: el de los ídolos que desde los campos de juego saltan a la conducción de los clubes sostenidos por su carisma y su relación directa con los hinchas. Si antes los grandes jugadores se transformaban en directores técnicos, en los últimos años han subido varios escalones y desde el sillón de los presidentes determinan el destino (y las emociones) de millones de hinchas.
Milito deberá demostrar que está capacitado para todo eso. Y para conservar y mejorar la senda deportiva e institucionalmente exitosa que Racing ha recorrido en la última década. La emoción y la pasión sirvieron para llegar. Gestionar es otra cuestión. Y no todos están a la altura de semejante desafío.